Revuelta en el mundo árabe
Estalla júbilo por la renuncia de Mubarak
El ejército egipcio toma el control del gobierno
Finalizan 30 años de autocracia tras 18 días de protestas
La noticia de la dimisión cundió como fuego entre los miles congregados a lo largo de la ribera del Nilo. La imagen, en la plaza Tahrir, en el centro de El Cairo, anocheFoto Ap
Músicos y soldados, entre los cientos de miles que con cantos, risas, oraciones y bailes festejaron el adiós del mandatarioFoto Ap
Mohamed Husein Tantawi, ministro de Defensa, es el máximo representante del nuevo régimen. En un comunicado, el ejército se comprometió ayer a celebrar elecciones libres y transparentesFoto Reuters
Robert Fisk
The Independent
Periódico La Jornada
Sábado 12 de febrero de 2011, p. 19
Sábado 12 de febrero de 2011, p. 19
El Cairo, 11 de febrero. De pronto todos se pusieron a cantar. Y a reír, a gritar y orar, arrodillándose en el suelo y besando el sucio pavimento frente a mí, danzando y alabando a Dios por librarlos de Hosni Mubarak –un rapto de generosidad, porque fue más su valor que la intervención divina lo que derrocó al dictador–, y derramando lágrimas que salpicaban sus ropas. Fue como si todo hombre y mujer acabara de contraer matrimonio, como si el júbilo pudiese ahogar las décadas de tiranía, dolor, represión, humillación y sangre. Ésta será conocida para siempre como la revolución egipcia del 25 de enero –el día que comenzó– y será para siempre la historia de un pueblo en pie de lucha.
El anciano se había ido por fin, entregando el poder no al vicepresidente –signo ominoso, aunque esta noche los millones de revolucionarios no violentos no estaban de ánimo para apreciarlo–, sino al consejo del ejército egipcio, a un mariscal de campo y un montón de generales, garantes por ahora de todo aquello por lo cual los manifestantes y por lo que algunos dieron la vida.
Hasta los soldados estaban felices. En el momento mismo en que la noticia de la partida de Mubarak cundió como el fuego entre los manifestantes fuera de la sede de la televisión estatal, a orillas del Nilo, resguardada por el ejército, el rostro de un joven oficial estalló en regocijo. Todo el día los manifestantes habían estado diciendo a los soldados que son hermanos. Bueno, ya veremos.
Decir que fue un día histórico es restar magnitud a lo que esta victoria en verdad significa para los egipcios. Mediante la mera fuerza de voluntad y el valor frente a la odiada policía de seguridad de Mubarak; mediante la conciencia –sí– de que a veces hay que combatir con más que palabras y redes sociales para derrocar a un dictador; mediante el solo acto de luchar con puños y piedras contra policías provistos de pistolas aturdidoras, gas lacrimógeno y balas de verdad, lograron lo imposible: poner fin –deben rogar a su Dios que sea permanente– a casi 60 años de autocracia y represión, 30 de ellos con Mubarak.
Los denostados árabes, maldecidos, sujetos a abuso racial en Occidente, tratados como retrasados e ignorantes por muchos de los israelíes que deseaban mantener el imperio despiadado de Mubarak, se pusieron en pie, abandonaron el miedo y echaron al hombre a quien Occidente amaba como un líder
moderadoque haría lo que ellos mandaran al precio de mil 500 millones de dólares al año. No sólo los europeos del este pueden alzarse contra la brutalidad.
Que este hombre, menos de 24 horas antes, hubiera anunciado en un momento de delirio que aún quería proteger a sus
hijosdel
terrorismoy que se mantendría en el poder hizo aún más preciada la victoria de este viernes. La noche del jueves, hombres y mujeres habían alzado sus zapatos en el aire para mostrar su desprecio al líder decrépito que los trataba como niños incapaces de tener dignidad política y moral. Luego este viernes él partió como si tal cosa para Sharm el-Sheikh, centro vacacional de estilo occidental en el Mar Rojo, un lugar que tiene tanto en común con Egipto como Marbella o Bali.
Así pues, para la noche del jueves la revolución egipcia quedó en manos del ejército, cuando una serie de confusas y contradictorias declaraciones de los militares indicaba que mariscales de campo, generales y brigadieres se disputaban el poder en las ruinas del régimen de Mubarak. Israel, según varias prominentes familias castrenses cairotas, trataba de persuadir a Washington de promover a su egipcio favorito –el ex capo de la inteligencia y vicepresidente Omar Suleiman– a la presidencia, en tanto el mariscal Tantawi, ministro de Defensa, quería que su jefe del estado mayor, el general Sami Anan, gobernara el país.
Cuando Mubarak y su familia fueron llevados a Sharm el-Sheikh la tarde del viernes, ello sólo confirmó la impresión de que su presencia era más irrelevante que provocadora. Los cientos de miles de manifestantes en la plaza Tahrir olían la misma descomposición del poder y hasta Mohamed El Baradei, el ex inspector de armas de la ONU y ambicioso premio Nobel, anunció que
Egipto estallaráy
debe ser salvado por el ejército.
Los analistas hablan de una
redde generales dentro del régimen, aunque es más como una telaraña, un amasijo de altos oficiales en competencia que ganaron su riqueza personal y sus celosamente guardados privilegios sirviendo al régimen, cuyo líder parece hoy tan demente como senil. La salud del presidente y las actividades de los millones de manifestantes por la democracia en todo Egipto son ahora menos importantes que el encarnizado combate dentro del ejército.
Sin embargo, si bien han descartado al rais –el presidente–, los altos mandos militares son de la misma vieja guardia. De hecho, la mayoría fueron absorbidos hace mucho en el entramado de poder del régimen. En el último gobierno de Mubarak el vicepresidente era un general, al igual que el primer ministro, el viceprimer ministro, el ministro de la Defensa y el de Interior. El propio Mubarak era comandante de la fuerza aérea. El ejército llevó a Nasser al poder. Apoyó al general Anwar Sadat. Apoyó al general Mubarak. Introdujo la dictadura en 1952 y ahora los manifestantes creen que se convertirá en el agente de la democracia. Vaya esperanza.
Toma de plazas
Por tanto –tristemente–, Egipto es el ejército y el ejército es Egipto. O al menos, ay, eso le gusta pensar. Por tanto, quiere controlar –o
proteger, como constantemente reiteran sus comunicados– a los manifestantes que exigen la partida final de Mubarak. Pero los cientos de miles de revolucionarios democráticos –enfurecidos por la negativa de Mubarak a abandonar la presidencia el jueves por la noche– comenzaron este viernes su propia tomade El Cairo, desbordando la plaza Tahrir, no sólo alrededor del edificio del parlamento, sino también frente a la sede de la radio y televisión estatal, en la ribera del Nilo, en las avenidas principales que llevan a la lujosa residencia de Mubarak y en el suburbio residencial de Heliópolis. Miles de manifestantes en Alejandría llegaron a las puertas de uno de los palacios de Mubarak, donde la guardia presidencial repartió agua y comida en un tibio gesto de
amistad. Los activistas tambiéntomaron la plaza Talaat Haab, en el centro comercial de El Cairo, mientras cientos de académicos de las tres principales universidades de la ciudad marchaban hacia Tahrir a media mañana.
Luego de las expresiones de ira durante toda la noche ante el paternalista e insultante discurso de Mubarak –se extendió hablando de sí mismo y de sus servicios en la guerra de 1973, haciendo sólo vagas referencias a los deberes que supuestamente iba a reasignar a su vicepresidente Omar Suleiman–, las manifestaciones de este viernes comenzaron entre muestras de buen humor y extraordinaria civilidad. Si los esbirros de Mubarak esperaban que su casi suicida decisión del jueves induciría a la violencia a los millones de manifestantes, se equivocaban: por todo El Cairo, los jóvenes hombres y mujeres que son el fundamento de la revolución egipcia se comportaron con la prudencia que el presidente Obama pidió este viernes con tan escasa convicción. En muchos países habrían quemado edificios de gobierno luego de un mensaje presidencial tan pleno de soberbia; en la plaza Tahrir organizaron recitales de poesía, y luego oyeron que el odiado antagonista se había ido.
Pero los versos en árabe no ganan revoluciones, y todo egipcio sabía este viernes que la iniciativa ya no estaba con los manifestantes ni con la remota y levemente demencial figura del ex dictador de 83 años. El futuro cuerpo político del país reside en unos 100 militares cuya vieja fidelidad a Mubarak –puesta a dura prueba por el espantoso discurso del jueves por la noche, para no hablar de la revolución en las calles– ha sido abandonada del todo. La mañana del viernes, un comunicado militar –leído, cosa por demás extraña, por un anunciador civil de la televisión estatal– llamó a realizar
elecciones libres y justasy añadió que las fuerzas armadas están
comprometidas con las demandas del pueblo, el cual debe
reasumir un modo normal de vida. Trasladado al lenguaje civil, esto significa que los revolucionarios deben empacar sus cosas mientras una camarilla de generales se divide los ministerios de un nuevo gobierno. En algunos países a esto se llama golpe de Estado.
En torno del abandonado palacio de Mubarak en El Cairo, la mañana de este viernes, miembros de la guardia personal, poderosa fuerza paramilitar separada del ejército –sus miembros visten una extraña mezcla de boinas rojas y cascos verdes de acero con ribetes plateados– tendieron alambre de púas en todo el perímetro, instalaron enormes parapetos de arena y pusieron detrás soldados armados con ametralladoras. Tanques y vehículos blindados fueron emplazados en torno a la alambrada. Era un gesto vacío, digno del mismo Mubarak, porque ya había huido.
Con todo, las instrucciones impartidas a los soldados de cuidar a los manifestantes parecen haber sido seguidas al pie de la letra en las horas anteriores a la victoria. Un teniente primero del tercer ejército, joven de 25 años con altos estudios y dominio del inglés, ayudaba a los manifestantes a revisar las identificaciones de los que ingresaban a las cercanías del Ministerio del Interior, aunque reconocía de buen talante que no estaba seguro de que las protestas en la capital fueran la mejor forma de lograr la democracia. No había dicho a sus padres –su padre es ingeniero– que estaba en el centro de El Cairo para que su madre no se preocupara; les dijo que estaba de servicio en el cuartel.
Pero, en una confrontación, ¿abriría fuego contra los manifestantes?, le preguntamos. “Muchas personas me preguntan eso –contestó–. Yo les digo: ‘no puedo disparar a mi padre, a mi familia… ustedes son como mi padre y mi familia’. Y tengo muchos amigos aquí.” ¿Y si llegaran órdenes de disparar a los manifestantes? “Estoy seguro de que no ocurrirá –respondió–. Todas las demás revoluciones (en Egipto) han sido sangrientas. Yo no quiero sangre aquí.”
Su memoria histórica es correcta. Los cairotas se levantaron en armas contra el ejército de Napoleón en 1798, combatieron a la monarquía en 1881 y 1882, lanzaron insurrecciones contra los británicos en 1919 y 1952 y se rebelaron contra Sadat en los disturbios por hambre de 1977 y contra Mubarak en 1986, cuando hasta la policía abandonó al gobierno. Por lo menos cuatro soldados se unieron a los manifestantes en Tahrir el jueves. Un coronel me dijo hace una semana que
uno de nuestros camaradas trató de suicidarseen la plaza. Así pues, los generales que hoy pelean como buitres sobre los restos del régimen de Mubarak deben tener cuidado de que sus soldados no hayan sido infectados por la revolución.
En cuanto a Omar Suleiman, su propio discurso posterior al de Mubarak, el jueves por la noche, fue casi tan infantil como el del presidente. Dijo a los manifestantes que se fueran a casa –tratándolos, en palabras de uno de ellos, como ovejas– y culpó como de costumbre a las
estaciones de radio y televisiónpor la violencia en las calles, idea tan ridícula como la enésima afirmación de Mubarak de que hay
manos extranjerasdetrás de la revolución. Tal vez las ambiciones de Suleiman de ser presidente también han terminado: otro anciano que creía poder liquidar la revolución con falsas promesas.
Tal vez la sombra del ejército es una imagen demasiado oscura para invocarla después de una revolución tan monumental en Egipto. La alegría de Siegfried Sassoon el día del armisticio de 1918, que puso fin a la Primera Guerra Mundial –cuando también todo el mundo de pronto se puso a cantar–, era genuina y merecida. Sin embargo, esa paz condujo a un sufrimiento más intenso. Y los egipcios que han luchado por su futuro en las calles de la nación en las tres semanas pasadas tendrán que cuidar su revolución de enemigos tanto internos como externos, si quieren lograr una verdadera democracia. El ejército ha decidido proteger al pueblo, pero, ¿quién acotará el poder del ejército?
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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