domingo, 20 de mayo de 2012

Editorial. La jornada 20 de mayo de 2012


Minas: persistente impunidad
L
a inundación ocurrida este viernes en un pozo de carbón en el ejido de San Felipe el Hondo, municipio de Sabinas, Coahuila, donde dos mineros quedaron atrapados, ha vuelto a poner de manifiesto la indolencia e inoperancia de las autoridades federales en materia de protección de los obreros en general.
De acuerdo con información disponible, el siniestro se originó cuando los trabajadores, que carecían de mapas de los sitios donde realizaban maniobras, perforaron con una excavadora manual el brazo subterráneo de un manto acuífero, y aunque una docena de ellos pudo ponerse a salvo, ni Reyes Julián Rodríguez, de 20 años, ni Raymundo Zavala Espinoza, de 56, corrieron con esa suerte.
La ausencia de mapas no era, al parecer, el único factor de riesgo, pues, según han denunciado organizaciones de la sociedad y testimonios de los propios mineros, los patrones de la mina no proporcionaban equipo de salvamento ni de seguridad elemental a sus empleados, ni proveían a sus pozos de ventilación necesaria para prevenir concentraciones de gas o explosiones al interior de los yacimientos.
Es inevitable vincular el percance registrado anteayer en el municipio coahuilense con el que tuvo lugar hace seis años en Pasta de Conchos, episodio que cobró la vida de 65 mineros –cuyos cuerpos siguen sin ser rescatados–, y que se saldó no en una investigación y sanción para los responsables de las condiciones de inseguridad en que operaba el socavón –en concreto, contra Grupo México, de Germán Larrea–, sino en una campaña gubernamental de encubrimiento para la parte patronal y de persecución contra el sindicato minero, que persiste hasta hoy. Según puede verse, tal circunstancia no sólo representó un doble agravio para las víctimas y sus familiares, por cuanto canceló la procuración e impartición de justicia, sino que abrió un amplio margen de impunidad al cobijo del cual han ocurrido nuevas tragedias, como la referida.
El episodio de Sabinas ha puesto en relieve, por lo demás, condiciones laborales difícilmente distinguibles de la esclavitud, que ocurren en el contexto de una política económica que preconiza la depredación de los recursos humanos y naturales. No es casual, pues, que los derrumbes, las explosiones y las inundaciones en minas cobren vidas humanas con una frecuencia inaceptable, en accidentes que podrían evitarse: en la lógica de maximización de ganancias que caracteriza al neoliberalismo, cualquier gasto en la seguridad de los trabajadores implica una reducción –intolerable, para los patrones– en los márgenes de utilidad de las empresas.
En lo inmediato, y más allá de la necesaria corrección de esta circunstancia –que implicaría un urgente viraje en el modelo económico vigente–, la obligación principal del gobierno es exigir a los empresarios mineros mayores inversiones en seguridad y emprender las medidas necesarias para sancionar las deplorables circunstancias en que suelen desempeñar sus actividades los trabajadores; en la medida en que esto no ocurra, las autoridades estarán alentando la repetición de estos escenarios de muerte y devastación ambiental y social.

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