AMLO, la última barrera
Jorge Salvador Aguilar
Jorge Salvador Aguilar
Con la alternancia por la derecha ocurrida en el año 2000, se inicia en el gobierno de Vicente Fox Quesada el desmontaje de las instituciones del Estado mexicano y su conversión en un vil instrumento al servicio del gran capital; esta tendencia se profundiza en la administración de Felipe Calderón Hinojosa, hasta convertirlo en un aparato gerencial. Y no es que el régimen priísta no haya cumplido el papel de capataz del capital al que se refiere Carlos Marx, pero surgido de un amplio movimiento social, el Estado pos revolucionario contaba en el priísmo al menos con una coartada ideológica, que le daba un barniz nacionalista a su gestión.
Pero, carentes no sólo de visión de Estado, sino de las más mínima cultura política, los dos gobiernos de la derecha han desmontado toda la vieja institucionalidad, despojando al Estado mexicano no sólo de su función social, sino de su sentido histórico como encargado de impulsar los intereses generales del capital, convirtiéndolo en un simple gestor de los grandes monopolios que controlan el país, lo que lo ha llevado a quedar inerme ante el crimen organizado.
El deterioro al que la derecha ha llevado al país es de tal magnitud, que reconstruirlo no es tarea de un partido, sino de una amplia coalición nacional, para evitar que los poderes fácticos (monopolios, crimen organizado, ejército, iglesia, etc.), terminen por ocupar el vacío de los poderes públicos y nos lleven a un estado de violencia crónica.
A partir de 1988 ha quedado claro que, carentes de verdaderos ideólogos, ni el PAN ni el PRI fueron capaces de construir un nuevo modelo de Estado para negociar con las fuerzas emergentes de la nueva sociedad mexicana. Incapaces de repensar el nuevo momento histórico, los partidos representantes de la derecha recurrieron a arreglos y trucos de vulgares tahúres, para escatimarle a esas fuerzas el acceso al poder.
Al verse rebasada por la historia, la vieja clase política, impotente para detener a la buena a los sectores progresistas de la sociedad, decidió llegar a un arreglo con sus tradicionales adversarios políticos de la derecha, para cerrarle el paso a las clases sociales sobre las que se habían sostenido los gobiernos pos revolucionarios. Mediante este arreglo el priísmo pudo consumar el fraude de 1988, pero el desgaste del régimen era tan profundo que apenas consiguió doce años para limpiar la casa y entregar el poder a la derecha.
Cuando en 2006, ante el escandaloso fracaso del primer gobierno de alternancia, se presentó la oportunidad de modernizar el régimen mediante un liderazgo que en nada ponía en riesgo los intereses fundamentales del capital, pero que prometía terminar con los peores vicios del Estado autoritario y atemperar la voracidad de los monopolios, se impusieron las ambiciones de corto plazo de los poderes fácticos, imponiendo en el poder un factótum en lugar de un verdadero gobernante que condujera a la nación al siglo XXI. Hoy las consecuencias de esa decisión están a la vista.
Pero la visión de los barones del dinero es tan estrecha y provinciana, que en lugar de corregir el error de 2006, pretenden profundizarlo en 2012. No conformes con un gobernante sumiso, ahora quieren uno hecho a la medida, pensado y diseñado por ellos, mediante un guión escrito, no por sus ideólogos, sino por sus publicistas. Si estos poderes tienen éxito, estaremos, no ante un Estado fallido, sino ante una nación secuestrada por el capital. Evitar que este plan se consume, no es un objetivo ideológico, sino un asunto de sobrevivencia nacional.
Esta tarea precisa de una amplia alianza de las fuerzas progresistas, un visionario proyecto de nación y un liderazgo capaz de lograr unificar a las más diversas fuerzas sociales del país, y en este momento no hay otro liderazgo que el de Andrés Manuel López Obrador. Estoy consciente de la polarización que despierta el sólo nombre de este político tabasqueño, comparto algunos señalamientos que le hacen sus críticos: mesiánico, autoritario, obstinado, carente de profundidad en sus planteamientos, etc., pero no encuentro otro que pueda cumplir esta tarea.
Es verdad que AMLO tiene cierto aire de “elegido”, se comporta como un hombre que tiene encomendada una misión, que es la de terminar con un sistema patrimonialista, autoritario y corrupto e instaurar uno democrático, justiciero e igualitario. Pero sin esa convicción y una dosis de fanatismo, jamás hubiera podido sobrevivir trabajando quince horas diarias, los 365 días del año, durante un cuarto de siglo.
También es verdad que muchas de sus actitudes tienen un tufo autoritario, pero en un medio político tan mezquino, en el que el incentivo para movilizar a las masas es la dádiva, el chantaje, la amenaza y la promesa, la única manera de competir con estos vicios es la firmeza, mediante una línea centralizada, en la que confíen esas enormes masas que llenan el zócalo. Esto debe de ir cambiando y de ello deben encargarse los operadores del movimiento para crear organización y no sólo obediencia.
Sólo la perseverancia, que su críticos llaman obstinación y necedad, le han permitido a Andrés Manuel imponerse a una clase política corrupta, mafiosa y acomodaticia, y me refiero no sólo a la de los partidos de derecha, sino a la de su propio partido, que desde hace dos décadas viene negociando los principios de la izquierda.
Tampoco se puede negar que el discurso lopezobradorista es demasiado simple y repetitivo, pero no debemos olvidar que el noventa por ciento de los componentes de su movimiento son obreros, colonos, amas de casa, campesinos, indígenas, mexicanos excluidos de empleo, salud, educación y los bienes básicos a los que tiene derecho todo ciudadano; con ellos se ha conectado López Obrador y ellos son sus interlocutores principales, el corazón del Movimiento de Reconstrucción Nacional (Morena)
Los críticos que desde la izquierda señalan que en 2006 fue un grave error enajenarse a los empresarios y a las clases medias altas, y aseguran que de haber llegado a un acuerdo con los banqueros, los dueños de la televisión y las trasnacionales, esos poderes le hubieran permitido a AMLO llegar a la presidencia, no entienden que no fue un error, sino su estrategia. De haber cedido ante los poderes fácticos no hubiera sido el Andrés Manuel que llena el zócalo el que hubiera llegado a Los Pinos, sino otro pelele.
El objetivo de AMLO no era ni es, pues, ganar por ganar, ser presidente a toda costa, sino ser uno, al menos, como Lázaro Cárdenas, y si éste pudo hacer lo que hizo, fue gracias a que se enfrentó y doblegó a los poderes que imponían las reglas políticas de su tiempo. AMLO intentó hacerlo de la misma manera y no pudo lograr su objetivo, pero gracias a eso es el líder que hoy conocemos, que impone la agenda nacional y que obliga a poderes fácticos a estar pendientes de todo lo que hace y dice.
El 5 de junio, cuando una multitud atiborró el zócalo de la ciudad de México, para mostrarle su apoyo y su confianza a Andrés Manuel, dos cosas me impresionaron: el entusiasmo de esos miles de pobres, desvelados, cansados y algunos sin comer, después de largos viajes, pero animosos, atentos al discurso y confiados en que el que hablaba no era un simple político, sino uno de ellos; pero también me impresionó la indisposición para oír críticas a su dirigente y me dio un poco de temor. De esta manera se hacen los movimientos místicos, pero no los democráticos.
Aun así, en medio de esta clase política corrupta, pueblerina y acomodaticia, sigo creyendo que López Obrador es la última barrera para evitar la ruina de la nación y no soy el único que lo cree, también lo piensa Manuel Bartlet, insospechable de ingenuidad idealista, que asegura que ante la debacle moral y política “la salida es una expresión popular fuerte en este país, hoy o mañana”, afirmación ante la que Carmen Aristegui pregunta maliciosa: “¿existe eso?”, y el político priísta responde sin dudarlo: “se llama López Obrador... no hay otro”; aun Diego Fernández reconoce en AMLO la “habilidad en el manejo mediático… el carisma… y la capacidad de comunicación que tiene para ciertos grupos sociales que son verdaderamente importantes a la hora de votar”. Aunque no nos gusten muchas de sus actitudes, este es el único dirigente que hoy interpreta las necesidades de la nación.
maquiaveloyalgo@hotmail.com
Pero, carentes no sólo de visión de Estado, sino de las más mínima cultura política, los dos gobiernos de la derecha han desmontado toda la vieja institucionalidad, despojando al Estado mexicano no sólo de su función social, sino de su sentido histórico como encargado de impulsar los intereses generales del capital, convirtiéndolo en un simple gestor de los grandes monopolios que controlan el país, lo que lo ha llevado a quedar inerme ante el crimen organizado.
El deterioro al que la derecha ha llevado al país es de tal magnitud, que reconstruirlo no es tarea de un partido, sino de una amplia coalición nacional, para evitar que los poderes fácticos (monopolios, crimen organizado, ejército, iglesia, etc.), terminen por ocupar el vacío de los poderes públicos y nos lleven a un estado de violencia crónica.
A partir de 1988 ha quedado claro que, carentes de verdaderos ideólogos, ni el PAN ni el PRI fueron capaces de construir un nuevo modelo de Estado para negociar con las fuerzas emergentes de la nueva sociedad mexicana. Incapaces de repensar el nuevo momento histórico, los partidos representantes de la derecha recurrieron a arreglos y trucos de vulgares tahúres, para escatimarle a esas fuerzas el acceso al poder.
Al verse rebasada por la historia, la vieja clase política, impotente para detener a la buena a los sectores progresistas de la sociedad, decidió llegar a un arreglo con sus tradicionales adversarios políticos de la derecha, para cerrarle el paso a las clases sociales sobre las que se habían sostenido los gobiernos pos revolucionarios. Mediante este arreglo el priísmo pudo consumar el fraude de 1988, pero el desgaste del régimen era tan profundo que apenas consiguió doce años para limpiar la casa y entregar el poder a la derecha.
Cuando en 2006, ante el escandaloso fracaso del primer gobierno de alternancia, se presentó la oportunidad de modernizar el régimen mediante un liderazgo que en nada ponía en riesgo los intereses fundamentales del capital, pero que prometía terminar con los peores vicios del Estado autoritario y atemperar la voracidad de los monopolios, se impusieron las ambiciones de corto plazo de los poderes fácticos, imponiendo en el poder un factótum en lugar de un verdadero gobernante que condujera a la nación al siglo XXI. Hoy las consecuencias de esa decisión están a la vista.
Pero la visión de los barones del dinero es tan estrecha y provinciana, que en lugar de corregir el error de 2006, pretenden profundizarlo en 2012. No conformes con un gobernante sumiso, ahora quieren uno hecho a la medida, pensado y diseñado por ellos, mediante un guión escrito, no por sus ideólogos, sino por sus publicistas. Si estos poderes tienen éxito, estaremos, no ante un Estado fallido, sino ante una nación secuestrada por el capital. Evitar que este plan se consume, no es un objetivo ideológico, sino un asunto de sobrevivencia nacional.
Esta tarea precisa de una amplia alianza de las fuerzas progresistas, un visionario proyecto de nación y un liderazgo capaz de lograr unificar a las más diversas fuerzas sociales del país, y en este momento no hay otro liderazgo que el de Andrés Manuel López Obrador. Estoy consciente de la polarización que despierta el sólo nombre de este político tabasqueño, comparto algunos señalamientos que le hacen sus críticos: mesiánico, autoritario, obstinado, carente de profundidad en sus planteamientos, etc., pero no encuentro otro que pueda cumplir esta tarea.
Es verdad que AMLO tiene cierto aire de “elegido”, se comporta como un hombre que tiene encomendada una misión, que es la de terminar con un sistema patrimonialista, autoritario y corrupto e instaurar uno democrático, justiciero e igualitario. Pero sin esa convicción y una dosis de fanatismo, jamás hubiera podido sobrevivir trabajando quince horas diarias, los 365 días del año, durante un cuarto de siglo.
También es verdad que muchas de sus actitudes tienen un tufo autoritario, pero en un medio político tan mezquino, en el que el incentivo para movilizar a las masas es la dádiva, el chantaje, la amenaza y la promesa, la única manera de competir con estos vicios es la firmeza, mediante una línea centralizada, en la que confíen esas enormes masas que llenan el zócalo. Esto debe de ir cambiando y de ello deben encargarse los operadores del movimiento para crear organización y no sólo obediencia.
Sólo la perseverancia, que su críticos llaman obstinación y necedad, le han permitido a Andrés Manuel imponerse a una clase política corrupta, mafiosa y acomodaticia, y me refiero no sólo a la de los partidos de derecha, sino a la de su propio partido, que desde hace dos décadas viene negociando los principios de la izquierda.
Tampoco se puede negar que el discurso lopezobradorista es demasiado simple y repetitivo, pero no debemos olvidar que el noventa por ciento de los componentes de su movimiento son obreros, colonos, amas de casa, campesinos, indígenas, mexicanos excluidos de empleo, salud, educación y los bienes básicos a los que tiene derecho todo ciudadano; con ellos se ha conectado López Obrador y ellos son sus interlocutores principales, el corazón del Movimiento de Reconstrucción Nacional (Morena)
Los críticos que desde la izquierda señalan que en 2006 fue un grave error enajenarse a los empresarios y a las clases medias altas, y aseguran que de haber llegado a un acuerdo con los banqueros, los dueños de la televisión y las trasnacionales, esos poderes le hubieran permitido a AMLO llegar a la presidencia, no entienden que no fue un error, sino su estrategia. De haber cedido ante los poderes fácticos no hubiera sido el Andrés Manuel que llena el zócalo el que hubiera llegado a Los Pinos, sino otro pelele.
El objetivo de AMLO no era ni es, pues, ganar por ganar, ser presidente a toda costa, sino ser uno, al menos, como Lázaro Cárdenas, y si éste pudo hacer lo que hizo, fue gracias a que se enfrentó y doblegó a los poderes que imponían las reglas políticas de su tiempo. AMLO intentó hacerlo de la misma manera y no pudo lograr su objetivo, pero gracias a eso es el líder que hoy conocemos, que impone la agenda nacional y que obliga a poderes fácticos a estar pendientes de todo lo que hace y dice.
El 5 de junio, cuando una multitud atiborró el zócalo de la ciudad de México, para mostrarle su apoyo y su confianza a Andrés Manuel, dos cosas me impresionaron: el entusiasmo de esos miles de pobres, desvelados, cansados y algunos sin comer, después de largos viajes, pero animosos, atentos al discurso y confiados en que el que hablaba no era un simple político, sino uno de ellos; pero también me impresionó la indisposición para oír críticas a su dirigente y me dio un poco de temor. De esta manera se hacen los movimientos místicos, pero no los democráticos.
Aun así, en medio de esta clase política corrupta, pueblerina y acomodaticia, sigo creyendo que López Obrador es la última barrera para evitar la ruina de la nación y no soy el único que lo cree, también lo piensa Manuel Bartlet, insospechable de ingenuidad idealista, que asegura que ante la debacle moral y política “la salida es una expresión popular fuerte en este país, hoy o mañana”, afirmación ante la que Carmen Aristegui pregunta maliciosa: “¿existe eso?”, y el político priísta responde sin dudarlo: “se llama López Obrador... no hay otro”; aun Diego Fernández reconoce en AMLO la “habilidad en el manejo mediático… el carisma… y la capacidad de comunicación que tiene para ciertos grupos sociales que son verdaderamente importantes a la hora de votar”. Aunque no nos gusten muchas de sus actitudes, este es el único dirigente que hoy interpreta las necesidades de la nación.
maquiaveloyalgo@hotmail.com
Publicado en El Sur el 21 de junio
No hay comentarios:
Publicar un comentario