viernes, 10 de junio de 2011

INTERVENCION DE PABLO GOMEZ En la Asamblea Nacional de Dirigentes Perredistas 4 de junio 2011

La izquierda frente a su propia unidad

Intervención de Pablo Gómez en la ASAMBLEA NACIONAL DE DIRIGENTES PERREDISTAS. 4 de junio de 2011.

Desde el año de 1982 se empezó a escribir la historia de la unidad de las izquierdas mexicanas. Aquel acontecimiento de unificación de varias organizaciones no tenía precedente en la historia de México y, además, fue el inicio y no la conclusión de un proceso unitario. En 1987 se dio un segundo paso y a partir de 1988-89 se consolidó la tendencia unitaria con la formación del Partido de la Revolución Democrática.
Una de las características de la unidad lograda en 1989, después de las elecciones más competidas de la historia del régimen priista que dio lugar a un fuerte movimiento poselectoral, fue que los demás partidos de izquierda hasta entonces existentes empezaron a desaparecer hasta su extinción formal poco después. Esto indica hasta dónde la tendencia unitaria había arraigado en la conciencia de esa parte del país que estaba con la izquierda.
La primera conclusión de este proceso que va de 1982 a 1989 es que el país tenía espacio para un partido unitario de izquierda que trascendiera las diferencias ideológicas o teóricas que hasta entonces habían prevalecido. En realidad, las disputas en la izquierda siempre fueron específicamente políticas antes que programáticas, pero tal realidad no era aceptada por los dirigentes de los partidos de tal signo.
La creación del PRD fue un acontecimiento de carácter continental. En ningún otro país de América Latina se había producido hasta entonces tal fenómeno: partidos tradicionalmente diferentes y enfrentados se unían en uno sólo bajo la convocatoria del dirigente principal de una corriente de izquierda que se había desprendido del partido oficial. El liderazgo popular de Cuauhtémoc Cárdenas mostró que las diferencias de opinión y las divergencias programáticas podían coexistir en un solo partido siempre que ése fuera en verdad una opción opositora consistente, una organización independiente del poder, una formación política tendiente de instaurar un nuevo poder político en el país.
Así, el signo principal del nuevo partido y de todo el fenómeno unitario no fue la cuestión ideológica sino el programa y la política opositora, el deseo de lograr un cambio de fondo en la conducción del Estado, un nuevo poder político.
Más allá de las disputas por la dirección del PRD y por las candidaturas a cargos de elección popular, las divergencias recientes en este partido han calado en su papel, su política concreta, su comportamiento frente al poder establecido, es decir, en su propuesta política. Durante los tres últimos años, el PRD dejó de tener una propuesta política propiamente dicha, mientras que López Obrador se dio a la tarea de formularla de manera independiente del partido y, después, en contra de la política del partido. Aquí hemos tenido una fuente de desunión y tal vez de división.
Muchos analistas han cometido el error de ver en las divergencias en el PRD tal solo una disputa de liderazgo. Sin embargo, el problema no se ha centrado en este punto sino en la conducta de la dirección del partido frente al gobierno panista y frente al PRI. Un partido sin propuesta política propia es un típico partido oportunista que es capaz de hacer lo que le convenga en la circunstancia, aunque tal conveniencia le afecte en su proyecto de poder, el cual suele constituir el centro de la acción de un partido.
Mientras el último congreso nacional del PRD definía más o menos una política opositora, su dirección aplicaba una política de colaboración con el gobierno del PAN hasta el extremo de pactar alianzas electorales y de plantear tal conducta como una línea democrática y de izquierda. El problema no ha consistido en el carácter derechista del PAN sino en la falta de propuesta propia del PRD. Para justificar esas alianzas electorales, el PRD tenía que renunciar a una propuesta, es decir, a un plan político de poder, el cual no ha sido formulado hasta ahora por la dirección perredista y ni siquiera se ha admitido la necesidad del mismo.
He aquí la tarea general más importante del partido en el momento actual. No se podrá mantener la unidad en el PRD sin una propuesta política propia, es decir un plan de poder lo que implica varios problemas tales como: ¿a qué fuerza es necesario desplazar del ejercicio del poder?; ¿con qué propuestas de cambio es posible desplazar a la fuerza social que se encuentra en el poder?; ¿qué actitud debe asumirse frente a las formaciones políticas que representan los intereses de ese poder?; ¿a qué otras fuerzas es preciso convocar en una política propia de alianzas?; ¿cuáles son los temas de mayor urgencia y cuáles aquellos que definen más claramente la situación del país y, por tanto, las diferencias políticas entre las diversas fuerzas?
Es evidente que estas preguntas no han sido respondidas por la dirección del PRD pero ni siquiera se han planteado. El primer paso, por tanto, es llenar de contenido político la discusión y la acción del PRD.
México vive un momento en que es más fácil advertir a las fuerzas decisorias dentro del poder del Estado. Se trata principalmente de los monopolios, no sólo el de la televisión, sino todos ellos, quienes algunas veces se enfrentan entre sí y, al hacerlo, demuestran cuan fuerte en su influencia política. Se trata, en efecto, de una estructura monopolista que determina algunas cuestiones básicas como aquella denominada como la confianza financiera o confianza en el país, mercancía que se ha convertido en una de las más apreciadas por muchos gobiernos. Los niveles de inversión no son del todo determinados por tal estructura pero ésta influye decisivamente en tanto que marca una pauta o, dicho en otros términos, la salud de los monopolios es la de toda gran empresa; así es como se advierte este problema. Por otro lado, la debilidad del poder político, al no contar con ninguna convocatoria de masas o de carácter nacional, determina una dependencia frente a la estructura monopólica. Ninguna decisión trascendente debe tomarse sin cierto consenso entre los líderes de opinión empresarial.
Las propuestas de cambio en México tienen que arrancar de un nuevo patrón en la distribución del ingreso. La productividad de la fuerza de trabajo mexicana no se expresa en los niveles salariales y lo mismo puede decirse de los productores agrícolas. Es necesaria una nueva política salarial y de precios de productos básicos con el propósito de promover el mercado interno y mejorar las condiciones sociales de vida de la mayoría de la población. Junto a esto, es necesario que el Estado asuma un papel de liderazgo en la inversión productiva, rompiendo las cadenas que lo han atado a un inmovilismo que deja todo en manos de la inversión privada nacional y extranjera, tan dependiente de la amplitud del campo internacional de las inversiones. Asimismo, el gran tema social de México ha pasado a ser el de la educación en todos sus niveles, tanto en la enseñanza básica, notoriamente deficiente, como en la media superior y superior que debería crecer a ritmos no menores del diez por ciento anual; es imposible que el país alcance ritmos sostenidos de alto crecimiento económico si no incorpora fuerza de trabajo cada vez mejor calificada, por lo que la educación es una cuestión productivamente central y socialmente sensible, mucho más ahora que el país vive una crisis de violencia en la que muchos de sus protagonistas son jóvenes.
De un lado de la lucha política deberían ubicarse las fuerzas que representan el estancamiento del país, los intereses de los monopolistas. Del otro lado, podrían actuar en acuerdo las fuerzas que quieren desatar las potencialidades nacionales con grandes reformas económicas y sociales que lleven a un fortalecimiento del mercado interno como base de una expansión económica sostenida.
El PRD podría ser el partido de los grandes cambios si tuviera la capacidad de convocar a ellos, con la mira puesta en lo fundamental, con un desprendimiento de la politiquería que pierde a cualquier partido en un mar de matices falsos y posturas acomodadas, para convertirse en un partido de convocatoria, de movilización política, para alcanzar esas grandes reformas que el país requiere para progresar.
No resulta a veces fácil advertir que también en otros partidos existen críticas correctas a la situación que prevalece y algunos planteamientos coincidentes, pero la cuestión siempre puede clarificarse cuando un partido de izquierda sabe lo que quiere y no se confunde. La práctica política de hacer concesiones para “enviar mensajes” (nunca se sabe a quiénes ni para qué) es algo del más tradicional oportunismo que impide las diferenciaciones políticas indispensables en toda democracia y mucho más en una como la mexicana que es de verdad incipiente. El oportunismo político mexicano no consiste sólo en el miedo al poder sino en el qué dirán los adversarios como si esto último fuera a cambiar ante las vacilaciones y concesiones de la izquierda. Toda esa derecha que habla de la necesidad de una izquierda moderna, lo que en verdad quiere es una izquierda más tendida hacia la derecha, tal como lo quieren también algunos que militan en la izquierda misma. Y véase que lo han logrado en buena medida cuando el carácter de partido de oposición, es decir, con opciones y convocatorias propias, se ha ido perdiendo en el PRD.
El otro gran tema es el del partido. Es evidente que existe un agotamiento del modelo burocrático-oportunista sobre el cual se ha erigido la política de ausencia de una propuesta propia. El PRD es un partido informe cuyos grupos de dirección se dedican a administrar una franquicia electoral o al ejercicio rutinario de poderes locales. Por eso no existe política de organización ni educación política ni medios masivos de propaganda propia. El clientelismo perredista es suficiente para ganar elecciones internas pero es engañoso para enfrentar comicios constitucionales. El ejercicio de tal clientelismo es un fenómeno interno y siempre ligado a posiciones de poder local, es decir, al uso de la administración para mantener grupos organizados cuyos intereses inmediatos son expresados por la gestión pública. De esta forma se trata de un clientelismo dañino que llevará al partido a seguir perdiendo posiciones de gobierno local en muchos lugares del país.
Haber reducido el partido a su propio clientelismo interno ha sido una forma de disolver al partido como entidad organizada para enfrentar problemas de la orientación del poder del Estado y del cambio completo de éste. Ningún clientelismo será capaz alguna vez de obtener un cambio verdadero en el poder, aunque tal cambio pudiera generar un nuevo clientelismo como lo hemos visto en muchos lugares del mundo. Pero aquí nos encontramos en una situación en la que el clientelismo perredista es un medio para administrar las disputas sobre la franquicia electoral.
Hace ya tres años que los miembros del partido no concurren a las urnas a elegir dirigentes y, tal como se observa la situación interna, ese lapso podría duplicarse, lo cual no sería sólo una violación del estatuto sino una afrenta a principios democráticos básicos que deberían existir en todo partido ya no digamos de izquierda. Es preciso acudir a las urnas a elegir dirigentes a la mayor brevedad posible. En lugar de a reunir a un congreso integrado por delegados elegidos hace años, es decir que ha caducado, se debería convocar a los miembros del PRD a expresar su posición política en unas elecciones.
No se trata sólo de la legitimidad de la dirección sino de la oportunidad de cambiar de dirigentes en tanto se definen posiciones políticas mayoritarias. Tal debería ser la función de las elecciones internas. Pero, al parecer, se nos propone encarar la crisis con arreglos que no resultan claros en tanto que no son negociados en conjunto. Así, no se sabe qué tanto ha cambiado la política del PRD sólo por haber cancelado las alianzas con el PAN.
La democracia interna en el PRD ha sido arruinada por el uso de los poderes locales administrativos para definir posiciones de dirección en el partido. Asimismo, la triquiñuela se ha hecho costumbre en la medida en que nada importa como no sea alcanzar los puestos y las candidaturas. Si en verdad hubiera una voluntad política para poner al PRD a la altura de la grave situación del país y de manifestar auténtica preocupación por la quebrada unidad de la izquierda, se debería abrir un proceso de discusión que culminara en las urnas. La discusión sirve para buscar afinidades y dejar en claro las divergencias. La elección debería servir para tomar decisiones.
La unidad del PRD no se ha roto en lo formal, pero en la realidad existe cada vez mayor número de personas que desde la izquierda abandonan la adscripción al PRD, votan en blanco en las elecciones o no acuden a los comicios, no creen en lo que dicen los gobernantes y legisladores del partido y tienen un concepto cada vez peor del partido como tal. Hay una crisis política en la izquierda y quien no la reconozca no actúa con honradez.
El proceso unitario de la izquierda mexicana vive, así, su peor momento en 30 años. No es cuestión de que dos o tres figuras hagan algo, sino de que millones acudan a una convocatoria nueva que sostenga valores de la izquierda pero que además se ubique correctamente en la difícil situación del país. Frente al fracaso en todos los frentes de los sucesivos gobiernos panistas, cualquiera diría que la izquierda debe alzarse con una fuerza inusitada pero eso no es lo que está ocurriendo. Mucha gente está mirando al PRI como una solución al fracaso panista pero podría mirar a una izquierda propositiva y con convocatoria propia como ocurrió en 2006. Sabemos, sin embargo, que la situación de entonces no podría repetirse como en general ninguna coyuntura es igual a la anterior, pero entonces tendría que decirse que hoy existen mejores condiciones para alcanzar una fuerza de relevo en el poder político que sea la izquierda, mucho antes que el viejo partido antidemocrático, autoritario y corrupto que históricamente ha sido el PRI. Y, en este campo, quizá lo más importante sería diferenciar al PRD de la forma de hacer política del PRI.
La izquierda en general y el PRD en particular, como la obra política más amplia que ha creado la izquierda mexicana, está en una situación en la que puede dividirse en términos formales, es decir, que su división de hecho se convierta en una división legal. No se trata solamente de la candidatura a la presidencia de la República y de los métodos que se establezcan para resolver la existencia de dos aspirantes ya declarados, sino de la aplicación de dos líneas que no parecen conciliables y que se expresarán también en las respectivas candidaturas y en los respectivos métodos para resolver las mismas. No parece que el solo acuerdo entre dos personas pudiera ser una solución al problema. Se requiere en los meses por venir de un debate de fondo sobre las tareas de la izquierda en el momento actual, de su propuesta política, de sus convocatorias, de sus compromisos, de sus lineamientos. Esto es lo que debe abrirse y esto es lo que deben lograr las corrientes verdaderamente unitarias que existen en la izquierda.

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