lunes, 23 de mayo de 2011

CUANDO NI LOS PERROS LADRAN. La jornada de enmedio. 22 de mayo de 2011


Cuando ni los perros ladran
Víctor Hugo de Lafuente
La única razón para dejar a una mujer
es que le ponga a uno los cuernos

Mi tío Alfredo
Todo mundo en el apacible pueblo de Arivechi sabía que a Carlos Peralta le ponían los cuernos con un comprador de ganado. Lo sabía el apacible Carlos, quien por una sinrazón propia del sentido común aparentaba ignorarlo. Es cierto que el carácter fuerte y la presencia dominante de María Eugenia, su mujer, se antojaba como el mayor obstáculo que el marido afectado enfrentaba para siquiera pensar hilvanadamente el tema. Mujer guapa, de hablar fuerte y directo, la Maru –como era más conocida– había tomado el timón de su casa y de su vida el mismo día que Carlos prefirió ser abarrotero en vez de cultivar las tierras que le dejó su padre.
Pero los hombres serranos, como son los Arivechi, no dilapidan su tiempo discutiendo sobre la infidelidad femenina. Este es un asunto moralmente resuelto, de una vez y para siempre. Dos o tres tiros bien puestos finiquitaban invariablemente el problema, fuera por muerte de la adúltera, del amante o de ambos. El juez de la región, fuereño y solidario, mantenía en el más oscuro rincón de su archivos cualquier expediente relacionado con estos temas y los hombres ofendidos levantaban de nuevo la frente, sin mayor ornamenta que el sombrero y sin mayor culpa que haberse equivocado de esposa.
Pero Carlos Peralta parecía ajeno a la vida de la sierra, como nacido en algún sitio por debajo de los cuatrocientos metros sobre el nivel medio del mar, donde la calidez costeña hubiera adormecido su corazón. Su trabajo de abarrotero de medio mayoreo lo llevaba a recorrer los pueblos cercanos, donde consumía su tiempo en largas charlas con los clientes. Cerraba nuevos tratos, levantaba pedidos y llenaba formularios mientras la parsimonia del monte mezclaba los vapores de la taza de café con el humo de los Delicados sin filtro.
En el pueblo se decía que esta extraña vocación de Carlos por las veredas y terracerías era en realidad una fuga eterna de un hogar sin hijos, sin amor y sin tierras. Con su Dodge de tres cuartos de tonelada lamiendo lomeríos y cañadas el comerciante gastaba buena parte de la semana. Mientras, la Maru, en una versión perversa de Penélope, en lugar de distraer la soledad tejiendo y destejiendo infinitos bordados, preparaba las ausencias del marido enhebrando un minucioso rosario de actividades previas a cada viaje, en una especie de anuncio de la próxima partida de Carlos. Lo hacía con esmero, pacientemente, y no faltó quien pensara que con tristeza.
Bastaba ver a la Maru en el ajetreo de la casa para saber la hora de partida de su marido. La ropa recién planchada encontraba su sitio en la maleta de lona, los afeites se acomodaban cerca de los medicamentos y las novelas de Marcial Lafuente se apilaban con las sandalias de la noche, a la espera de la luz centelleante de las lámparas de gas en las casas de huéspedes frecuentadas por el abarrotero.
El ganadero, a quien la mujer amaba a trasmano, entraba y salía de la casa de los Peralta como Juan lo haría en la suya, con la diferencia que aquél llegaba sólo de noche. La Ford beige, con el fierro grabado en las puertas, se deslizaba a obscuras por un costado de la construcción, con precisión y confianza. Tantos meses de visitas furtivas habían transcurrido que ya ni los perros ladraban. El hombre cruzaba el patio y su voz gruesa llenaba de inmediato la casa, la algarabía se instalaba en la cocina acompañando la cena y los extendidos falsetes del visitante acallaban los cancioneros radiofónicos. Lentamente, al ritmo de la vida en un pueblo ganadero, las luces se iban apagando, mientras los murmullos y risas recorrían las habitaciones hasta reposar en la recámara principal.
Los detalles de este ritual, donde a la despedida de Carlos sucedía la bienvenida al amante, recorrían como colibrí los mentideros y confesionarios de Arichevi, encendiendo rubores y pasiones propias de beatas y abandonadas, despertando aletargados sentimientos con la devastadora puya de los celos. Nadie entendía el proceder de Carlos ni sabía con seguridad si su silencio nacía de la ignorancia, de la tolerancia o del hastío. Muy pronto se sabría que no provenía de ninguno de estos rumbos. Sus prolongadas ausencias acrecentaban las incertidumbres y afirmaban la certeza entre los hombres serranos de que algo debía hacerse para detener el ridículo colectivo.
La iniciativa llegó de Ramón Buitimea, un indio mayo avecindado en la sierra sonorense. Ramón, vecino de los Peralta, marido de una media hermana de Carlos, padecía los rumores del pueblos como propios, aunque vinieran de casa ajena. Pasaba las noches mascullando maldiciones mientras el coraje hacía desequilibrios con su natural discreción. La hermana de Carlos Peralta prefería el silencio, alegando impotencia para resolver el drama, y esa era quizá la única razón por la cual Ramón se mantenía callado.
Pero, a decir de algunos abstemios, no hay mejor amigo de la indiscreción que un buen trago. Y en la cantina de Arivechi, sobre los picos de las botellas de cerveza revoloteaba de mesa en mesa el chisme de la Maru. Los parientes y amigos de Carlos urdían afanados los posible remedios, repetían nombres de los posibles encargados de ponerlos, pero siempre se atascaban en la mejor manera de hablar con el ofendido.
Una tarde de octubre, Buitimea se apareció por la cantina para cerrar un trato y vender bien sus becerros ese invierno. Se recargó con pesadumbre sobre la barra y pidió una Tecate, pero antes que el bote llegó a su mano la culata de una escuadra .32, automática.
–Vamos diciéndole a Carlos Pralta que se deje de pendejadas, no vayan a pensar que todos somos como él –dijo el espontáneo, en voz baja, buscando complicidad.
–Diciéndole qué, Chapo –repuso Buitimea mientras un trago helado resbalaba por el nudo recién formado en su garganta.
–Las puterías de su vieja –deletreó el Chapo para que la frase calara.
–Esas ya las sabe, hombre –reveló sorpresivamente Ramón–, lo trabajoso es que las crea.
El indio, grandote y prieto, se llevó a un rincón de la cantina su cerveza, a donde empezaron a rodearlo aquellos hombres de la sierra en busca del refrendo de su propia virilidad mediante el socorrido recurso de acabar con la del otro.
Y antes que el frío arreciara y las salidas de ganado a la frontera se vinieran encima, Ramón convenció a Carlos de al menos cerciorarse de los rumores que arriaban un drama. Le propuso fingir una salida para espiara a la Maru. Lo convenció de una forma por demás extraña. Le prometió regalarle un pie de cría Hereford si el ganadero no llegaba antes de las nueve de la noche del día planeado. A su vez, Carlos echaría mano de la escuadra .32 en caso contrario.
Así se inició el ritual de aquella semana, donde a la perversidad de la mujer se sumaba ahora la de su marido, quien miraba con un detenimiento semejante al arrobo los movimiento de su esposa. Carlos apreció la delicadeza femenina en la confección de su equipaje y, conmovido, estuvo tentado a suspender el operativo, a tal punto que la Maru creyó que Carlos no saldría sino hasta el otro día.
Ramón comió esa tarde en casa de los Peralta para asegurar el éxito de sus diligencias, mostrándole a Carlos relámpagos del pavón de la pistola escondida bajo el suéter. Hacia las cuatro de la tarde subieron ilusiones y equipaje a la Dodge y enfilaron a San José, donde comprarían bacanora para montar una posta a resguardo del frío y de la impaciencia. Esperaron el anochecer en el recodo de un arroyo cercano, donde el alcohol empezó a distender los finos ligamentos de la cordura, soltando al azar sentimientos exaltados y orillando decisiones comprometidas.
Poco tiempo después que Venus se plantara en el firmamento, la Dodge se acomodó, oscura y silenciosa, tras el enorme sauce llorón de la casa de los Buitimea. Minutos después de las ocho y media, Carlos acariciaba la pistola con el descuido de quien la sabe inútil. La bebida había afirmado los sentimientos y pulido las decisiones, de manera que cuando las luces del pick up beige perforaron la bruma del patio de su casa, Carlos no pensó dos veces fajarse el arma al cinto.
–Ahí está, te lo dije –murmuró Ramón, triunfante.
Carlos no respondió, había enmudecido al sentir un revoltijo en las entrañas. Percibió cómo el bacanora lo abandonaba rápidamente a su suerte de abarrotero.
El ganadero entró por la puerta de siempre, con la misma alegría de quien recibe una herencia.
–Entras y te lo chingas luego, sin averiguar –sentenció el indio, observando a contraluz con el corazón agitado.
A Carlos se le encimó la vida. Con su calma habitual bajó del carro y caminó hacia el pórtico de su casa. Cuando llegó a la puerta no sacó las llaves ni la pistola. Los amantes se disponían a cenar. Carlos, en un momento extremo de tensión, tocó la puerta de su propia casa. Lo hizo con fuerza, eso sí.
–¿Qué chingados quieren? –preguntó el ganadero a voz en cuello.
El revoltijo de entrañas se anudó en el pecho de Carlos y con una voz apagada, como venida de los lejanos parajes que visitaba, contestó tambaleante desde el pórtico.
–¿No compran tamales? y sin esperar respuesta se retiró.

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