Retrato del hambre: rarámuris, campesinos y trabajadores
Adolfo Sánchez Rebolledo
L
a fotografía de Tomás Montero Torres tiene el aura de una imagen clásica. Capaz de fijar el rostro cincelado por los elementos, sobresale la mirada, más de angustia que de extrañeza o temor. El retrato subraya la altivez del hombre, y al hacerlo propicia acaso involuntariamente el estereotipo, el viejo cliché fundador que, sin negar la desolación causada por la pobreza, reivindica como valor nacional recuperable la fuerza ancestral de la raza (
Rarámuri: el indio de los pies alados) o la fuente de su otredad (
La superstición: ruina de la raza india), en definitiva ese viejo recurso de autodescargo moral que permite mirar sin ver la realidad de los pueblos originarios bajo la óptica del desarrollismo integrador de mediados del siglo XX. Montero viaja a la sierra Tarahumara junto con el cronista Ignacio Mendoza Rivera para realizar un
muy extenso reportaje que se publicaría a lo largo de 10 continuosen la revista Mañana,según registra su hija Martha, responsable del valioso archivo que ella conserva hasta hoy. Y lo hacen con la urgencia de registrar los episodios de hambre y mortandad que amenazan la sobrevivencia de las comunidades ubicadas en los páramos grandiosos de la serranía de Chihuahua:
Hambre, sed y enfermedades en la Tarahumara,
Huida a las montañas, son algunos de los títulos de la investigación periodística. La fecha: junio de 1953.
Hace unas semanas, poco antes de que la sequía prolongada mostrara sin tapujos la situación imperante en vastas regiones del país, y en particular en la Tarahumara, el líder de los ceramistas rarámuris Ramón Gardea denunció que las cosas ya estaban llegando a límites intolerables. La aparición de la palabra
suicidiodesató el estupor nacional y, como en 1953, se precipitó la llegada de los medios para comprobar sobre el terreno qué estaba pasando. Las autoridades de inmediato rechazaron el amarillismo de las primeras informaciones, pero no pudieron evitar que el mundo se enterara de cómo malviven en pleno siglo XXI las comunidades indígenas, y otras que no lo son pero comparten con ellas la inequidad social, agravada en este caso por la sequía, la imprevisión oficial y el desprecio que en general se observa hacia el mundo rural no capitalista. Ante la sucesión de dichos y autoexculpaciones, el legislador local indígena Samuel Díaz Palma, según el registro de Jaime García Chávez, denunció lo que ya debería ser desde hace décadas un fragoroso lugar común:
Ya se requiere un programa integral con visión de largo plazo para que las comunidades indígenas en extrema pobreza reciban algo más que cobijas y despensas... Si insistimos con el asistencialismo, sólo vamos a provocar que sigan muriendo más indígenas.
Si esto no ocurre, asegura el mismo García Chávez, ello se debe a “la incuria e indolencia gubernamental… Los gobiernos anteriores han mantenido un costoso y corrupto aparato burocrático denominado Coordinadora de la Tarahumara, que sólo sirve para alimentar el clientelismo electoral y malbaratar una parte del presupuesto en el otorgamiento de becas a una red de funcionarios que viven más atentos a los movimientos del PRI que a los sufrimientos de las etnias. Si nos vamos más atrás, Profortarah, como organismo descentralizado del gobierno federal, se erige en uno de los más sonados fracasos por llevar justicia, innovación y mediación en el precio de la madera de que se tenga memoria.
La extraordinaria respuesta de la gente común para auxiliar a las comunidades rarámuris da cuenta, por fortuna, de un potencial de solidaridad que, sin embargo, no funciona como gran palanca para la equidad que, por lo visto y aprendido, no puede estar en manos de los grupos de poder que alternándose han gobernado Chihuahua y el país entero. Menos cuando se dejan en la orilla, o se abandonan, los principios y los instrumentos que permitirían a la sociedad mexicana reducir la desigualdad que la caracteriza. Es un hecho demostrable que es imposible salir de la encrucijada en la que nos hallamos por el simple expediente de aplicar las recetas que nos han conducido a la crisis, mismas que observan la cuestión social como un aspecto subsidiario de las políticas económicas que en última instancia propician la concentración del ingreso, aunque se proclamen
humanistas.
Que este es el tema central de la coyuntura lo comprueba el fracaso global de las políticas neoliberales para frenar el crecimiento de la desigualdad, marcada por los datos del desempleo que ha dado a conocer la Organización Internacional del Trabajo en su última investigación al respecto (Tendencias mundiales del empleo 2012: prevenir una crisis mayor del empleo). Allí se asienta que cerca de 30 por ciento de todos los trabajadores del mundo –más de 900 millones– vivían con sus familias por debajo de la línea de la pobreza en 2011, unos 55 millones más de lo previsto con base en las tendencias anteriores a la crisis. De estos 900 millones, alrededor de la mitad vivía por debajo de la línea de pobreza extrema de 1.25 dólares al día. Además, el número de trabajadores en empleo vulnerable en 2011 se estimaba en mil 520 millones a escala mundial, un incremento de 136 millones desde 2000 y cerca de 23 millones más comparado con 2009. En la siguiente década, la sociedad tendrá que crear 600 millones de empleos, lo cual parece imposible sin un cambio de fondo en los paradigmas hoy dominantes.
Por ello es muy saludable el hecho de que un importante contingente de campesinos y obreros mexicanos, desafiando el frío, la frivolidad electoral y el silencio mediático, se manifestara, como pasó el martes, por las calles de la capital de la República para exigir un cambio de rumbo al gobierno y medidas de urgencia para restaurar la seguridad alimentaria. Seguramente los adictos a la retórica oficialista (los propios interesados en fabricarla) prefieren noticias menos amargas, como las que les proporciona a tiro por viaje la oficina delÁngel de la Dependencia. ¿Y por qué, mejor, de una vez no venden el país entero, con todo y sus reservaciones indias, antes de que la bolsa estalle? Abur.