Chile: movimiento más que estudiantil
U
na treintena de artistastomaron ayer las instalaciones de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en Santiago de Chile, en respaldo a las movilizaciones estudiantiles que se desarrollan en ese país y, particularmente, a los 35 estudiantes que se mantienen en huelga de hambre, tres de ellos desde hace más de 36 días, cuyo estado de salud es
preocupante. Por su parte, la dirigencia de la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech), que reúne a las organizaciones estudiantiles de las universidades del país, entregó al gobierno encabezado por Sebastián Piñera un documento de 12 puntos, en el que plasma sus demandas para reformar el modelo educativo en esa nación, y cuyo eje rector es la gratuidad de la enseñanza a todos los niveles.
El apoyo brindado por la comunidad artística chilena al movimiento estudiantil, la articulación de éste con organizaciones obreras y populares y el respaldo expresado por el movimiento mapuche y por amplios sectores de la sociedad de ese país, permiten ponderar la vigencia de una gesta social que se encamina a su cuarto mes y que en todo este tiempo ha demostrado una creciente capacidad organizativa, una constante voluntad de lucha pacífica –a pesar de la represión y las amenazas recurrentes contra su dirigencia– y una inagotable imaginación política para proponer soluciones. A contrapelo de los cálculos y pronósticos de las autoridades del Palacio de La Moneda, la reivindicación principal del movimiento estudiantil cuenta con 80 por ciento de respaldo de la opinión pública en Chile, y es inevitable contrastar ese dato con el índice de aprobación que goza el propio Sebastián Piñera, el cual se ubica por debajo de 30 por ciento, el nivel más bajo de un gobernante chileno desde el fin de la dictadura.
No debe perderse de vista, ante la insistencia del gobierno en acusar a los estudiantes de ver
sólo por sus intereses particulares, que la lucha que han llevado a cabo en estos meses radica en la defensa de la educación como un derecho social irrenunciable –en oposición a la definición del propio Piñera, quien se ha referido a la enseñanza como un
bien de consumo– y que, en ese afán, han demandado el desmantelamiento de un sistema de financiamiento educativo de carácter mercantilista, que no sólo falla en su supuesto propósito de garantizar, por vía de la proliferación de planteles privados, el pleno acceso a la educación, sino implica la subvención, por parte del Estado chileno, de vastas oportunidades de lucro –corruptas, no pocas de ellas– en beneficio de particulares.
Al esclarecer el carácter excluyente y socialmente injustificable del sistema educativo chileno, el movimiento estudiantil ha despertado la movilización de la sociedad en ese país, ha evidenciado la crisis de representatividad del sistema político de esa nación y ha exhibido la cerrazón del gobierno que despacha en La Moneda, el cual se ha limitado a anunciar un incremento en la contribución de dinero público, cuando es meridianamente claro que la demanda central de los estudiantes no es la aplicación de paliativos para el actual sistema, sino su reformulación profunda.
El logro más importante de este movimiento, hasta ahora, ha sido evidenciar el enorme peso político y económico del pinochetismo en ese país –a más de dos décadas de la transición pactada– y la subordinación de los subsecuentes gobiernos de la Concertación a algunos de sus mandatos, como lo demuestra la perpetuación de la política educativa y del modelo económico impuesto por la dictadura. A ello ha contribuido la revelación de escándalos como el que involucra al ex ministro de Educación de Piñera Joaquín Lavín, integrante de las juventudes pinochetistas y accionista de una universidad privada beneficiada con subvenciones del Estado, en lo que constituye un claro conflicto de intereses. Otro tanto puede decirse de la toma de conciencia, por parte de la sociedad, de la enorme pérdida económica que han implicado las políticas privatizadoras del cobre diseñadas por la dictadura y mantenidas por los gobiernos de la Concertación: hoy, ante los sempiternos argumentos oficiales sobre la falta de recursos públicos para financiar la educación, han vuelto a cobrar vigencia las demandas de nacionalizar los bienes de ese país, o cuando menos, de incrementar exponencialmente los impuestos a las empresas mineras.
Ante la demostración fehaciente de un modelo educativo caracterizado por la inmoralidad, la inequidad y el carácter depredador, lo mejor que pudiera hacer el gobierno chileno es retroceder en su intransigencia, abrir el terreno para un diálogo efectivo y reformular la política educativa, para lo cual es necesario dar un vuelco en el modelo económico vigente en el país austral desde hace casi 40 años.
Finalmente, el conflicto estudiantil y político que se desarrolla en Chile debiera constitur una voz de alerta, en países como el nuestro, sobre los riesgos que encarna un Estado débil e incapaz de hacer frente al cumplimiento de derechos elementales, como la educación, a consecuencia de la corrupción, el dispendio, la frivolidad y la entrega de la riqueza nacional a intereses corporativos particulares.